14 de abril de 2006

Cómo dejé de ser escritor

Rafael Gumucio otra vez dice justo lo que pienso, no sólo sobre cierto grupo de personas del mundillo literario-pretencioso, sino sobre más de algo de cómo es nuestro mundo hoy.

No tengo mucha dignidad, pero siempre me pareció que andar persiguiendo a Vargas Llosa o a Vila-Matas o a cualquier cosa que empiece por "V" era un deporte agotador y sin interés. Los gurúes de las letras hispanas siempre logran la admiración del público por las razones equivocadas y siempre terminan por creer verdaderos los errores de sus fans.


Quise ser escritor mucho antes de escribir. Mi deseo no nació, siento confesarlo, de un particular amor por los libros. Cuando tomé la decisión de convertirme en un hombre de letras hojeaba sólo libros sobre animales en vía de extinción y dinosaurios. Los volúmenes con demasiadas letras me espantaban y mi fuente de cultura - como lo es hasta el día de hoy- era exclusivamente televisiva. De hecho, el deseo mismo de convertirme en escritor nació de mi teleadicción. Veía "Apostrophe", de Bernard Pívot, y sentía real admiración por estos señores que fumaban, discutían y eran reverenciados porque tenían la ropa manchada, los dientes amarillos y problemas de dicción. Ver a todos esos mamarrachos convertidos en clérigos, me hizo pensar que quizás podía hacer de mi propio desastre un motivo de admiración y hasta una forma rentable de ganarme la vida.

Era chileno, del país de Neruda, así que decidí que sería poeta. Pero no era capaz de tanto lirismo, así que muy luego decidí tomar como modelo a Baudelaire. Su estatua y la de Verlaine y los otros eran objeto de mi peregrinación. Su poesía me gustaba, pero más me gustaba la admiración religiosa que sentía gente rica, respetable y normal por sus estatuas perdidas en el jardín.

Quería ser yo también una estatua, pero me movía demasiado. Soñaba encontrar un maestro, uno vivo y de carne y huesos que me enseñara cómo estar a la altura de los libros. Los escritores de "Apostrophe" iban y venían, dejándome sólo lecciones parciales. Sólo saqué en claro que para ser escritor había que leer y empecé a hacerlo con desesperación. Pero por más que disfrutaba la lectura nunca pude mentirme a mí mismo, e inventar que me gustaba más leer que escribir.

El culto a los libros y el culto al lenguaje eran mi primer escollo al convertirme en un escritor de verdad. En "Apostrophe", un joven de bluejeans y melena contó de su alergia física a los puntos y coma. Yo sinceramente no puedo sentir nada por los puntos y coma, por las comas o por lo puntos aparte. Para mí una mala prosa es justamente en la que se nota dónde está o no está el punto y coma. Lo mismo me ocurre con las traducciones. No creo que comprenda menos Los hermanos Karamazov de lo que la comprendía Nabokov. Él la leyó en ruso, yo en una traducción al castellano que antes pasó por el francés. La sobrevivencia a tanto trajín y traducción es para mí prueba de la vigencia del libro. Los libros intraducibles son para mí intragables.

Sin embargo, a pesar de mis reparos terminé por amar a los libros y disfrutarlos, lo que me llevó a dejar de disfrutar y amar a los escritores, y menos aun la carrera literaria. Los buenos libros nos enseñan a descreer de los mitos y las leyendas, de los valores adquiridos y del automatismo mental. Los escritores, sin embargo, son de todas las personas que conozco las más adictas a los mitos, a los automatismos mentales y los valores adquiridos. Hemingway era un gran prosista y un señor que tenía opiniones políticas, filosóficas y existenciales de una vulgaridad aplastante. La gente que está sola mucho rato, cuando encuentra compañía suele hablar demasiado y tener poco o nada de qué hablar. Tengo pocos amigos escritores, porque generalmente es imposible hablar con ellos de política, mujeres y viajes sin que se interponga la máscara del escritor maldito o yuppie, culto o aventurero, pero casi nunca auténtico, real o simplemente inteligente. Siento en ellos, generalmente, la nostalgia por un padre, un Estado, una profesora, que les diga que son lindos y los consuele de sus desolaciones preinfantiles.

Me fui a vivir a Barcelona donde se supone que todos pasan de ser provincianos a convertirse en inteligentes, pero me hice amigo de puros editores, críticos y agentes literarios. Gente que sabía de libros, y que sabía vivir. Gente cariñosa y normal que leía y entendía lo que leía, cosa que generalmente no se puede decir de los escritores. No tengo mucha dignidad, pero siempre me pareció que andar persiguiendo a Vargas Llosa o a Vila-Matas o a cualquier cosa que empiece por V era un deporte agotador y sin interés. Los gurúes de las letras hispanas siempre logran la admiración del público por las razones equivocadas y siempre terminan por creer verdaderos los errores de sus fans. Por lo demás, por estos lares la vida literaria es tan picaresca, cortesana y provincial que no hay escritor que resista vivir en ella mucho tiempo sin convertirse en un pobre pelele lleno de lugares comunes. Mientras más joven publica menos vida útil tiene como ciudadano e intelectual. La mejor manera de admirar a los maestros del boom y otras explosiones editoriales es pasar sus extravíos actuales bajo un respetuoso silencio. Los escritores, como las putas, envejecen mal, a no ser que se reconviertan en regentas de prostíbulo.

Quizás le debo al haber trabajado en televisión y prensa el poder mirar con cierta distancia la tropa que se pelea con hambre y sed un dinero miserable y una fama de conventillo. Después de Don Francisco, las rabietas de Houellebecq, la necesidad de reconocimiento de Carlos Fuentes o Lafourcade no importan demasiado. Dar la vida por un premio como el Planeta, que es más o menos el sueldo de una semana de Noami Campbell, es tonto. Por lo demás, la vida me ha enseñado que es patético esperar que te paguen, te feliciten y aplaudan por tartamudear, odiar a tu ex mujer, o no ser capaz de arreglar un calefón.

Marcel Proust quiso desesperadamente ser escritor, e hizo todo por serlo. No escribía o lo hacía con vacua facilidad. Renunció al salón y a sus ambiciones literarias y decidió que esas mismas ambiciones, que esa misma pérdida de tiempo sería el tema de su obra. Me pregunto a veces si seré capaz de aceptar el precio del fracaso literario que significa escribir de verdad. Si podré escribir tan bien que ya no me permitan seguir siendo escritor.