17 de noviembre de 2005

El gusto de suicidarse

Yo podría haber sido uno de esos jóvenes franceses que desde hace un par de semanas vienen quemando autos, destrozando escuelas y apedreando semáforos en las afueras de las principales ciudades de Francia.

Tras el golpe militar, y siendo yo muy chico, mis padres eligieron exiliarse en ese país, pues cumplía con todos sus sueños: una república tolerante y laica, donde la igualdad, la libertad y la fraternidad gobernaban las acciones.

Sin embargo, muy luego pude percibir en carne propia que el ideal republicano también engendra monstruos. Por tener cara de árabe, en París era periódicamente arrestado e interrogado por los policías, repudiado por los vecinos, mal mirado por los transeúntes. Un test de habilidades escolares determinó, cuando tenía 11 años, que debía abandonar cualquier sueño de entrar algún día a la universidad y, a cambio, irme a una escuela técnica a estudiar charcutería. Después de todo, el Estado pagaba demasiado caro por mi educación como para que yo -un extranjero disléxico- pudiera decidir qué quería o no quería hacer.

Me salvaron ciertas situaciones: no ser hijo de argelinos o marroquíes, tener libros en la casa, recibir la solidaridad de la izquierda francesa. A pesar de lo que sufrí a manos de las autoridades educacionales y de la policía; a pesar de la depresión endémica en que -sin mayores motivos- viven los parisinos; a pesar de la avaricia, de la falta de imaginación y del alarmante provincianismo de la cultura y las costumbres francesas, terminé amando Francia y creyendo en esas tres palabras -libertad, igualdad, fraternidad-, que constituyen el único programa político por el cual resulta digno pelear.

Por eso me duele ver cómo comienza a apagarse ese mundo, mi propio mundo (aunque a algunos funcionarios de la embajada de Francia en Chile no les guste, poseo la nacionalidad francesa). Durante los últimos treinta años, los intelectuales franceses se la han pasado desconstruyendo la realidad, dejando un país que ya no advierte la diferencia entre sueño y vigila, entre gestos y lenguaje. Esos treinta años de vanidad de una élite endogámica han terminado por hastiar a quienes saben que nacieron y morirán apartados del poder.


Hoy, los árabes queman sus guetos. Hasta hace poco, los blancos votaban por el ultranacionalista Le Pen. Unos y otros ruegan ahora por un poco más de dolor, de miedo, de terror: por un poco más de verdad que acabe con la omnipotencia de una lengua y la dictadura de lo universitario, que es el revés de lo universal.

De Gaulle y Mitterrand admitían la enorme fragilidad de un sistema incapaz de funcionar a partir de los instintos más salvajes del capitalismo. Sabían que Francia era un pacto y un sueño que tarde o temprano resultaría preciso ensanchar. Jacques Chirac, un hombre que supera en estupidez a x George W. Bush, aunque lo disimula mejor, ha destruido con paciencia y cuidado la alternativa francesa. Se ha opuesto a la guerra contra Irak para quedar bien en la foto, pero ha construido miles de Bagdad en la periferia de las ciudades de su país. Ha hecho de su propia corrupción y frivolidad un estandarte francés. La izquierda, por su parte, se ha estancado al enarbolar un rechazo a todo, del que sólo pueden nacer guetos mentales.

Esterilizada, seca, consciente de su muerte segura, Francia ha comenzado a practicarse su propia eutanasia.
Rafael Gumucio