27 de marzo de 2005

Volver, Javier Fuica

La segunda parte, o más bien, la parte que ciertamente Jut querrá leer, está también dedicado a un trío de queridos amigos que andan patiperreando por el mundo y que, creo, por su impresionante talento, debieran volver a su tierra y cumplir con la labor que pueden hacer tan bien. Besos "D. Pooh" , Gonchi y "mi amigo cibernético". Y, ya sí, quiero que vuelvan... los extraño...
A riesgo de parecer un poco lento, debo confesar que hace muy poco me di cuenta que los viajes están constituidos en buena parte por el regreso. Y que el regreso es, al menos en mi caso, uno de los buenos momentos del viaje. No hablo de recoger los diarios que se amontonaron en la entrada o de ordenar el correo y pagar las cuentas. Es otra cosa, que supongo tiene que ver con la constatación de que el mundo siguió girando, que el vecino echó abajo el árbol donde solían pararse esos malditos loros argentinos y que hay un hoyo nuevo en la calle por la que vas al trabajo. En el fondo, creo que soy demasiado convencional: me gusta salir de mi rutina, de mi útero, lo haré mil veces más, pero esas mil veces pretendo volver.
Es obvio que hay muchas más razones para viajar, el simple hecho de regresar no es el único motivo. Pero concordemos en algo al menos: así como puedes llegar e irte de muchos sitios, sólo hay un lugar al que puedes realmente volver. Podrás hacerlo con la frente marchita y muchos años después, como en el tango, o quizá lleno de bolsas de duty free o de tatuajes, allá tú, pero el punto es que en algún minuto vas a regresar. Y podría apostar a que lo vas a disfrutar. He escuchado incluso a gente que ha vuelto por razones tristes, como el funeral de un pariente, agradeciendo la oportunidad.
¿Pero qué pasa con los que no vuelven? Tengo algunas teorías. A) nacieron en el lugar equivocado, y por lo tanto el viaje que parecía de ida, era en realidad de regreso; B) nunca se han ido del todo: tengo un amigo en Québec y otro en Buenos Aires, y ambos están mejor informados que yo acerca de lo que pasa en Santiago; ninguno de los dos piensa en volver, para qué, si nunca se han ido; C) son menos evolucionados, o quizá sufren una extraña y ancestral forma de nostalgia: se sabe que antes de descubrir la agricultura y ser sedentario, el hombre fue nómada; D) simplemente se enamoraron - de un lugar, de una persona, de una forma de vida- y volver les significaría irse; E) todas las anteriores.
Para mí el asunto va por el lado de la letra E. Así como no hace falta ninguna gran razón para hacer un paréntesis e irse por un rato, de vacaciones por ejemplo, para irse sin vuelta es necesario que haya muchas razones. Sólo una fuerza muy poderosa hace que uno abandone su lugar en el taco de las siete de la tarde y la dosis diaria de esmog y bocinazos. Hace algún tiempo, en esta misma revista, el escritor Jorge Edwards escribió que éramos viajeros inmóviles, dulcemente condenados al regreso. Que viajábamos para conocer mundos, pero sobre todo para conocernos a nosotros mismos, ayudados por la distancia. Imposible no estar de acuerdo.
Por eso mismo, no entiendo del todo a esa gente que se queja al final de un viaje, que reclama porque todo terminó y tiene que volver a casa. Es raro. ¿Por qué no quieren volver a sus cosas, a su vida? Quizá tenga que ver con la agradable y despreocupada evasión que proporciona el agarrar una mochila y largarse. En ese sentido, el viaje es como dormir, sólo que en este caso los sueños son más vívidos y hasta puedes sacarles fotos. De hecho, yo también me he pillado reclamando al final de un viaje, cuando la verdad es que la idea del regreso - repito- no me parecía nada mala, todo lo contrario. ¿Será, acaso, que todos decimos que nos carga volver para no parecer niños-turistas y vernos en cambio como adultos-viajeros? En realidad, no importa.